Cuando Felipe IV a fue rey, nombró a Olivares grande de España, dignidad inferior a la de infante. El casi inabarcable poder que pudo conseguir le hizo tener muchas riquezas y le granjeó la fama de corrupción que le ha seguido hasta el día de hoy.
Para algunos estudiosos de su biografía, la fortuna del de Olivares ascendía a unos 450.000 ducados, y su renta rondaba los 100.000 ducados al año. Con 35 años era el hombro más del reino.
Las acusaciones que cayeron sobre Gaspar fueron exageradas. Sirva como ejemplo la creación de la Junta Grande de Reformación, que insistía en las medidas contra el lujo. El propio Conde-Duque, que en sus años en Sevilla había hecho ostentación de riqueza, adoptó un régimen de austeridad espartana, acorde con el sentimiento piadoso de la corte y acentuado tras la muerte de su única hija en 1629. A modo de ejemplo, Olivares pretendía reducir en dos tercios el número de funcionarios de la Administración.
No puede negarse que el Conde-Duque de Olivares practicó lo que ahora se dice como tráfico de influencias, porque llegó a colocar en empleos de carácter público a todos sus parientes, una práctica que resultaba habitual en la época.
Rasgos propios de su carácter fueron la extravagancia, la arbitrariedad y una notoria desconfianza, que le llevó a disponer de espías por todo el reino, entre ellos José González, Jerónimo Villanueva, el marqués de Grana o el marqués de Santa Cruz, según Gregorio Marañón.
Su poder era omnímodo y a nadie, salvo al re, tenía que rendir cuentas. Felipe se dejaba hacer, por lo que, en el fondo el Conde-Duque desarrolló unas actitudes próximas a las dictatoriales. Olivares insistiría a su rey y pupilo en que debía poseer la astucia política de Fernando el Católico, la gloria y los triunfos de Carlos V, la impasible prudencia y dedicación de Felipe II y la profunda piedad de Felipe III.
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