La regencia de Argel, como provincia dependiente del Imperio otomano, era de entre las de la costa africana la que más problemas causaba al comercio marítimo español por el Mediterráneo desde el siglo XVI.
Por estos hechos, Carlos V decidió tomar la ciudad de Argel en 1541, después de dos intentonas fallidas para recuperar dicha urbe en 1516 y 1519, tras haber caído en manos de los hermanos Barbarroja, Arux y Jair. A principios del mes de octubre de 1541, partió de Génova la flota española dirigida por el mismísimo emperador. Las tropas desembarcaron con relativa facilidad, unos kilómetros al este de Argel. Después, avanzaron por el sur hacia la ciudad del kapudán-bajá, o almirante en jefe, Jair ad-Din Barbarroja, pero el día 25 estalló una fortísima tormenta que hundió 60 buques, entre ellos 14 galeras, y desbarató la mosquetería, la más temida arma. A partir de ese momento fue imposible sacar de la flota municiones y alimentos. Como la tormenta no cesó, Andrea Doria, el almirante imperial genovés, se vio obligado a buscar refugio para los buques restantes en el cabo Matifou, y el ejército siguió a la armada.
Tras dos días sin comer, los soldados se vieron obligados a alimentarse de hierbas y a sacrificar sus caballos; el 28 de octubre Carlos V, ante una situación que veía totalmente perdida, ordenó el reembarque y la retirada de las tropas.
Más de dos siglos después, en el año 1775, durante el reinado del rey español Carlos III se planeó otra expedición militar contra Argel. Varias son las causas que llevaron a la guerra con dicho territorio. En primer lugar, los problemas de los corsarios argelinos con el comercio marítimo español continuaban y se planteó acabar con esta piratería. En segundo lugar, la victoria en el invierno de 1775 frente al ejército marroquí del sultán Mohamed ben Abdallah, que había sitiado la plaza española de Melilla con la intención de continuar hasta Ceuta su invasión, espoleó los ánimos del gobierno español. En tercer lugar, la indignación contra los reinos del norte de África, que no respetaron el tratado de no agresión firmado el 28 de mayo de 1767, por Jorge Juan y Ahmed el Ghazel, enviados por sus respectivos reyes Carlos III y el sultán de Marruecos.
A Pablo Jerónimo Grimaldi y Pallavicini, marqués de Grimaldi, secretario de Estado de Carlos III, se le atribuyó la iniciativa del ataque contra Argel. Sin embargo, fueron dos sacerdotes los que, en realidad, inspiraron tal acción militar. Por un lado, fray Joaquín de Eleta y la Piedra, el confesor de Carlos III, y, por otro, el monje trinitario fray Alonso Cano Nieto, que había participado en la última gran redención de cautivos en Argel entre los años 1768 y 1769. Su experiencia en tierras argelinas dio como fruto la redacción de su obra Topografía de la ciudad y regencia de Argel, en la que abogaba reiteradamente por la conquista de dichos territorios y en la que enfatizaba la facilidad que le supondría ala Corona española alzarse con la victoria ante los argelinos.
Una vez tomada la determinación del ataque contra Argel, faltaba la elección del individuo que fuese capaz de llevarlo a cabo. Fue Grimaldi también el que influyó en la decisión del rey al elegir para la dirección de las operaciones militares a Alejandro O’Reilly, conde de O’Reilly, irlandés que había demostrado ser un excelente organizador en la reforma del ejército, antes que a don Pedro Ceballos, que el 29 de octubre de 1762 había reconquistado a los portugueses la Colonia del Sacramento en Uruguay. La razón de esta elección se debió a que este último, que tenía mayor experiencia militar que O’Reilly, presentó un proyecto para la expedición en el que demandaba 40. 000 efectivos; en tanto que el general irlandés reducía la solicitud de las tropas a la mitad.
Las instrucciones que se dieron a O’Reilly tenían como fin destruir todas las fortalezas y buques de guerra que hubiese al servicio de los argelinos o marroquíes desde Argel hasta el estrecho de Gibraltar. Con respecto a la plaza de Argel, las órdenes no eran menos precisas, ya que había que arrasar todas las fortificaciones, apoderarse de su artillería y sus embarcaciones y cegar su puerto para siempre. Asimismo toda esta maniobra debía hacerse con la máxima reserva.
La expedición era una de las mayores de todo el siglo XVIII. Contaba en total con 378 buques, de los que 334 eran embarcaciones de transporte; las naves de guerra estaban formadas por seis navíos, doce fragatas, nueve jabeques, cuatro urcas, dos paquebotes, cuatro bombardas y siete galeotas; en total 44 buques de guerra, que montaban 1.127 cañones y ocho morteros; su tripulación la constituían 9.700 hombres. Los veinticinco regimientos de infantería contaban con 18.827 hombres y los siete escuadrones de caballería con 954 soldados; a estos hay que añadir 736 artilleros y 16 ingenieros. Todo este enorme contingente demostraba la importancia que el gobierno español dio a la operación militar contra la regencia de Argel.
El 25 de mayo de 1775 estaba ya reunida toda la flota en Cartagena, llegada de los puertos de Barcelona, La Coruña y Cádiz. Desde esa fecha empezó el embarque de las tropas y pertrechos. Sin embargo, las condiciones meteorológicas obligaron a que la partida de la expedición se retrasara hasta el día 23 de junio.
El convoy se dividió en dos partes. La primera arribó a las costas de Argel el 30 de junio; el 1 de julio llegaría la segunda a la bahía. A pesar de que la formidable expedición (más de 20.000 hombres como tropa de combate en total), se había preparado con el secreto necesario para las campañas en África, en las cuales la sorpresa era un elemento de triunfo, mas el dey ―título del regente de Argel― Mohammed ben Othman Pachá, tuvo conocimiento de ella, por una carta que le fue enviada por un judío llamado Moisés Daninos, oriundo de Argel que en aquella época vivía en Gibraltar.
Desde que el 1 de julio se iniciaran los reconocimientos del terreno, O’Reilly pudo comprobar cinco días después que los argelinos esperaban el ataque español, al embarcarse en una fragata junto con su estado mayor y su cuartel maestre encargado de levantar los planos, el ingeniero Silvestre Abarca, para realizar un reconocimiento del terreno. Una vez realizado, observaron que en la zona de poniente de la bahía estaba situada una batería argelina.
El hecho de que tanto Alejandro O’Reilly, gran organizador y renovador del ejército español, como el jefe de la escuadra, Pedro González de Castejón, carecieran de dotes de mando fue uno de los detonantes de la derrota, puesto que demostraron muy poca capacidad de reacción ante la adversidad en la batalla. El desembarco, el 8 de julio de 1775, fue, tal y como había anticipado lo ocurrido en los tiempos del emperador Carlos, el gran desastre militar de todo el reinado de Carlos III.
A pesar de no haber sorprendido a las tropas argelinas, O’Reilly ordenó el desembarco de una división entre Argel y el río Jarache, tal como se denominaba en la época de la expedición al actual Oued El-Harrach. La playa elegida muestra el desconocimiento del terreno por parte del general en jefe de la expedición, al ser una zona muy estrecha por lo que el desembarco de la tropa se hizo de una manera muy desordenada. Si ya el embarque de los aproximadamente ocho mil soldados en los botes y lanchas fue caótico, el desembarco lo sería aún más, ya que se siguieron las órdenes de O’Reilly de formar en cuatro columnas de ataque, una a la izquierda, otra a la derecha y dos en el centro, y una quinta columna de reserva que cerraría la retaguardia; sin embargo, al ser tan estrecha la playa, no pudo formar la tropa en ese orden previsto, sino que los primeros que tomaron tierra fueron los reservistas de retaguardia en lugar de las fuerzas de choque, es decir, en vez de la infantería ligera y las compañías de cazadores, que por su cometido se tendrían que haber adelantado a toda la fuerza para el reconocimiento. De repente, el centro se adelantó, según algunos testimonios por una orden mal dada, según otros por una orden mal interpretada. Esto provocó que del orden en columna se pasara al orden de batalla.
Durante este tiempo los argelinos no presentaron batalla, pero a la media hora atacaron con un vivo tiroteo el flanco derecho de la formación española. Esta arremetida fue contrarrestada por el cañoneo de las fragatas españolas y de la escuadrilla de jabeques del brigadier Antonio Barceló. Los argelinos continuaron su tiroteo desde posiciones elevadas y a cubierto, ocultos por las tapias, los arbustos de pita y las rocas. O’Reilly ordenó que las tropas ligeras de infantería y de cazadores se adelantaran en busca del invisible enemigo, pero tenían que retirarse enseguida mermadas por las abundantes bajas. A los soldados caídos españoles les cortaban la cabeza los soldados del dey, ya que este había prometido por cada una que se le presentara una recompensa de diez cequíes o monedas de oro. El fuego adversario era cada vez más intenso por los flancos del ejército español. En la contienda caían también los mandos: el mariscal de campo Pedro Caro y Fontes, marqués de la Romana, con el pecho destrozado por dos balazos; el general Antonio Ricardos fue herido, al igual que el mariscal Francisco González Bassecourt, conde del Asalto, el mariscal Luis de Urbina y el brigadier Carlos José Gutiérrez de los Ríos, conde de Fernán Núñez. La puntería de los tiradores argelinos era excepcional. Debían de elegir a sus objetivos, como lo demuestra el hecho de que en una compañía de granaderos de las guardias españolas murieron sucesivamente los oficiales según iban tomando el mando de la unidad. El primero en caer fue el primer teniente Francisco Calderón de la Barca, después el segundo teniente Nicolás de Aranguren y, por último, el alférez Juan Bautista Latodi.
Tras estos acontecimientos se produjo el desembarco de la segunda oleada. Aunque la moral de estas tropas llegadas posteriormente a la costa argelina debió sufrir un duro revés al contemplar el desastre que estaban viviendo sus compañeros, se efectuó un avance a bayoneta calada y al son de los tambores que hizo adelantar la línea de combate española. No obstante, no se llegó a la confrontación con los argelinos, puesto que se ocultaron en la espesura de la elevación en la que se encontraban, de tal manera que no eran divisados por las tropas españolas. Por su parte, las líneas españolas fueron sorprendidas por un ataque de la caballería argelina; a su vez, los hombres del dey lanzaron en estampida a unos doscientos camellos con los ojos vendados contra la tropa española; pero la escuadra cañoneó a la caballería evitando una masacre aún mayor.
Viendo que todo estaba perdido ya, O’Reilly ordenó la retirada a las nueve horas del día 9 de julio. El repliegue se realizó desde un atrincheramiento que se hizo tardíamente, en el que estaban hacinadas las tropas españolas tras retirarse. El embarque se efectuó con el orden que faltó al arribar a la costa argelina. Los mandos controlaron que la tropa retrocediese si dar la espalda al enemigo, para que de esa manera se cubrieran unas compañías a otras. Los argelinos no atacaron a los hombres en retirada. Solo acudieron a la playa cuando las fuerzas españolas ya habían embarcado en su totalidad, con el fin de hacerse con el botín obtenido con los despojos y para cortar macabramente las cabezas a los muertos españoles en la playa, con la esperanza de la recompensa prometida por el dey.
Los españoles dejaron 1.500 muertos y unos 3.000 heridos, aunque algunos testimonios coetáneos de la expedición ascienden la cifra entre muertos y heridos, a unos seis mil.
A la hora de establecer causas del fracaso de la expedición española contra Argel en 1775, se pueden argüir varias razones, de entre las que destaca especialmente el retraso en la salida de la expedición. Debió partir a principios de junio y lo hizo el día 23 de dicho mes. Además, aunque la escuadra llegó a Argel el día 1 de julio, el desembarco se produjo el día 8. Este motivo aparece justificado por las malas condiciones meteorológicas que se dieron antes y después del ataque. Otra razón para el fracaso fue el desconocimiento del terreno, de las fuerzas enemigas y del modo de combatir de los argelinos. También se puede añadir como una causa de la derrota el haber desembarcado en un paraje en donde la tropa tuvo que pelear inmediatamente, sin poder hacer los preparativos previos, como un buen atrincheramiento o sin poder esperar a la caballería ni a la artillería. Asimismo, se le achacaba a O’Reilly la confusión creada por desembarcar la tropa por compañías sueltas y no por batallones completos. También fue un elemento fundamental en la derrota el que los generales dieran a veces órdenes de manera contradictoria y equívoca.
En cualquier caso, ante el fracaso, el jefe de la expedición, Alejandro O’Reilly, sostendría la absurda tesis de que el excesivo ardor con que se adelantó la tropa ante el ataque de los argelinos tuvo unas consecuencias terribles para el éxito de la empresa militar. Como hemos expuesto anteriormente, esta justificación no es válida, ya que la tropa, desembarcada con un desconcierto y caos tan grande y en un espacio de terreno tan estrecho, no pudo formar en columnas, y por lo tanto sólo pudo contrarrestar el ataque, con una formación en línea. También se le echó en cara a O’Reilly que el mayor ataque y censura realizados contra los mandos subordinados a él lo hiciera contra el marqués de la Romana, que había caído en combate y que no podía obviamente defenderse de lo que se dijera contra él. El jefe de la expedición le censuraba por haberse adelantado sin autorización en el combate, aunque el conde Fernán Núñez afirma en su Diario de la expedición contra Argel que fue “por una orden mal entendida”.
Fuente: http://anatomiadelahistoria.com
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